Un charlatán hechiza a un presidente: la lección argentina

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1 jul 2019
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El austríaco Ronald Richter (izq.) que convenció a Juan Domingo Perón (der.)

¿Qué sucede cuando la ciencia es atacada, negada y descartada por parte de las autoridades? Ejemplos no faltan en el Brasil de 2019, de manera que resulta interesante recordar un caso que ocurrió hace 70 años en un país vecino. El resultado fue un bochorno internacional que costó una fortuna a las arcas públicas.

Argentina, que era uno de los países más ricos del mundo a comienzos del siglo 20, fue líder en ciencia durante las primeras décadas del siglo pasado. Bernardo Houssay (premio Nobel de medicina en 1947) fue mentor de Luis Federico Leloir (premio Nobel de química en 1970), ambos estudiaron y realizaron gran parte de sus investigaciones en Argentina, concretamente en la famosa UBA, la Universidad de Buenos Aires.

Sin embargo, revisando con atención sus respectivas biografías, se perciben menciones a la expulsión de la UBA (Houssay) y al exilio (Leloir). La situación política de Argentina fue conflictiva debido a una dictadura en los años 30, un nuevo golpe militar en 1943, seguido del gobierno populista de un presidente electo, Juan Domingo Perón (1946-1955), con profundos efectos sobre la ciencia en ese país. Hay disputas respecto de la narrativa, tanto sobre el punto de vista cualitativo (en el discurso en torno de la idea de una “Argentina científica”), como en el cuantitativo (número de purgas de docentes e investigadores universitarios). Dos referencias profundizan la discusión, el libro de Nicola Miller [i] el artículo de Jonathan Hagood.

Según Miller, Perón no tardó en intervenir las universidades: “en mayo de 1946, un mes antes de asumir la presidencia, fueron designados administradores universitarios para todas las universidades. Posteriormente, las organizaciones estudiantiles fueron prohibidas y las universidades sufrieron una purga del 70% de sus colaboradores. La ley universitaria de 1947 abolió la autonomía universitaria, reinstalando el nombramiento de rectores por el presidente”.

Por otro lado, la “Argentina científica” de Perón tenía el ojo puesto en técnicos y científicos alemanes, facilitando su venida, luego de la derrota de Alemania en la Segunda Guerra Mundial, a pesar de la desventaja en la disputa con los Estados Unidos de América, la Unión Soviética y el Reino Unido, que llevaron el liderazgo. Así y todo, fueron a Argentina 184 científicos e ingenieros alemanes, según Jacques Hymas[ii].

Entre ellos estaban Kurt Tank, buen ingeniero aeronáutico, y Ronald Richter, físico austríaco, que estaba lejos de ser bueno en su supuesta actividad. El primero presentó al segundo a Juan Perón (en 1948), que se quedó encantado con la labia del austríaco, que convenció al presidente argentino para financiar un proyecto de fusión nuclear, para lo cual obtuvo carta blanca presidencial.

La fusión nuclear controlada y sostenible (proveyendo más energía de la que se consume para el funcionamiento del reactor) es el “Santo Grial” de la energía: fuente inagotable y limpia. La tecnología no llegó a ese punto todavía, y todos los años aparece algo en la prensa como un nuevo paso importante en la búsqueda del cáliz de la energía prometida. No es de extrañar, por lo tanto, que la visión de Perón estuviera obnubilada por tal promesa. Richter, por otro lado, era un físico oscuro, seguidor de convicciones “científicas” poco creíbles, como su propuesta de tesis de doctorado sobre los “rayos terrestres”, que no existen y por lo tanto no merecen mayores comentarios. Como la comunidad científica argentina había sido desarticulada en las universidades, Perón creó la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA) en 1950, que fue presidida por el propio presidente de la República y asesorada por Richter, ya promovido a gurú científico.

El “reactor de fusión nuclear” comenzó a construirse en 1949 en la isla de Huemul, en el lago Nahuel Huapi, a pocos kilómetros de la ciudad de Bariloche. Hoy sus ruinas son un punto turístico, pero en la época la portentosa construcción de cemento contaba con equipamientos científicos de punta importados, que servían para varias cosas menos, claro, para la fusión nuclear. Se estima que, a valores actuales, el costo de la iniciativa estuvo en torno a los US$ 300 millones.

En un cilindro que contenía gases se provocaban descargas eléctricas, las cuales supuestamente producían las fusiones de átomos livianos hacia otros más pesados, liberando la tan soñada energía, limpia e inagotable. Las pocas informaciones disponibles dejaron a la comunidad científica internacional de la época atenta y, sin embargo, escéptica. Había espacio para el “¿quién sabe? Igual funciona”.

El 16 de febrero de 1951, Richter anuncia haber demostrado la fusión, rehace el experimento-espectáculo para los miembros de la Comisión de Energía Atómica, y hace un nuevo anuncio definitivo. A continuación, un técnico expresa preocupación por el experimento, señalando un posible error. La respuesta fue el desmantelamiento de la cosa y el anuncio de un nuevo laboratorio, mayor y más potente.

En el contexto del inicio de la guerra fría, es bueno recordarlo, Juan Domingo Perón declaró en una rueda de prensa realizada el 24 de marzo del mismo año, víspera de un encuentro de líderes sobre la entrada de China en la guerra de Corea: “El 16 de febrero de ese año, en la planta piloto de energía atómica en la isla de Huemul, se realizaron experimentos termonucleares en condiciones controladas y a escala técnica”. Y, como si ello no bastara, Richter recibió del presidente la medalla de oro del partido peronista por los servicios prestados. Escenificación completa, ¿pero cuál era la realidad?

La comunidad científica internacional, que ya era escéptica, comenzó a cuestionar explícitamente el anuncio, que no revelaba detalles de la operación del reactor, ni de los resultados. Científicos de renombre clasificaban la fusión argentina como propaganda, fantasía o fraude. También en Argentina, partidarios de Perón comenzaron a cuestionar a Richter. El presidente, a la defensiva, pero todavía desafiando a la comunidad científica argentina, convocó a una comisión para investigar el caso.

El grupo estaba compuesto por cuatro miembros, tres amigos del presidente, entre ellos un cura; y un joven físico, que disfrutaba de una beca en Inglaterra: José Antonio Balseiro fue llamado antes de terminar su post-doctorado para integrar la comisión.

Balseiro era joven y desconocido, pero brillante. Es de su autoría el informe final (“Informe del Dr. José Antonio Balseiro referente a la inspección realizada en la isla de Huemul en setiembre de 1952”), documento demoledor del proyecto y con un apéndice cuestionando las credenciales científicas y éticas de Ronald Richter: “de las comprobaciones efectuadas durante el funcionamiento del reactor, se revela que no existe ningún elemento de juicio que permita afirmar que se produzca realmente una reacción de carácter nuclear”. Al final dice: “Es importante señalar también que el modo de operar del Dr. Richter deja mucho que desear desde el punto de vista del método científico. En el informe anexo se citan algunos ejemplos que fundamentan esa opinión que, además, no son los únicos”.

Resumiendo la historia: Richter era un charlatán, con algún brillo académico incompleto, que decía lo que el presidente, embelesado con un proyecto de poder, quería oír y que, de esa manera, desconsiderando a la comunidad científica, dio aval y continuación a un proyecto de alto costo, que resultó ser un fraude y afectó profundamente la credibilidad de todo un país.

El intento de legitimación no fue científico y sí lo fue por medio de organismos fantasmas y anuncios de tenor político y de propaganda. Si la comunidad científica hubiera sido respetada, el costo y el bochorno habrían sido evitados. Es más, fue un hombre comprometido con el rigor científico quien desmanteló el embuste. Ronald Richter fue procesado, se fue de Argentina, pero volvió al país y falleció tranquilamente en Monte Grande, provincia de Buenos Aires, en 1991. Perón fue destituido por un nuevo golpe militar en 1955.

Mientras tanto, José Antonio Balseiro y otros físicos argentinos articulaban la construcción de un instituto de investigación de verdad, aprovechando los despojos del proyecto Huemul, interrumpido después del informe devastador. Comenzaba así la creación de un Instituto de Física de renombre, que hoy se llama Instituto Balseiro, en cuya página web se encuentran otros detalles de esa historia. Y la CNEA, creada con el propósito de ser una fachada, pasó rápidamente a reestructurarse como un organismo serio.

Puede llevar algún tiempo y tener sus costos, pero la ciencia termina prevaleciendo sobre los disparates pseudocientíficos.

NOTAS

[i] In The Shadow of the State; Intellectuals and the quest for National Identity in Twentieth Century Spanish America. (Critical Studies in Latin American and Iberian Culture), Nicola Miller, Editora Verso 1999, p. 61

[ii] Hymans, Jacques (2012). Achieving Nuclear Ambitions: Scientists, Politicians, and ProliferationCambridge University Press.

Peter Schulz es profesor titular de la Facultad de Ciencias Aplicadas de la Unicamp. Físico durante más de 20 años, se dedica ahora a las ciencias sociales aplicadas y a la divulgación científica.

Traducido por Alejandro Borgo.

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